“Bienventurados los que conviven con la nada”- diría el
anticristo de Nietzsche.
Cuando nos dirigimos hacia lugares desconocidos comenzamos a
sufrir ciertos tembleques en las manos y en las piernas, pero la fuerza con la
que nos tiembla el pensamiento no tiene comparación alguna. Podríamos decir que
aquellos denominables conscientes o cariñosos con la idea de permanencia eterna
en esta vida, articulamos una serie de sudores fríos sensoriales, pero sobre
todo racionales. Cuando la duda más existencial posible nos invade, también lo
hace el miedo. Toda odisea lo es con el miedo. Y sin embargo, sintiendo esta
inconsistencia de todo lo que parecía quieto, fuerte, estable y duradero, nos
liamos la capa un sayo y seguimos nuestro rumbo de seguridades, aunque estén
más muertas que vivas.
Esto no deja de ser un acercamiento más a la idea de
Superhombre nietzscheana. Pero aprovecho esa idea para hacerla explicación,
desde mi punto de vista, de lo que últimamente veo crecer sin medida.
Siempre han existido valores refugios en el imaginario
colectivo o en las conciencias individuales, que nos han salvado de la
casualidad de la vida. En esto dios ha tenido un papel preponderante, sin
pedirlo. Desde hace un siglo parece que la ciencia pretende coger ese relevo,
como la grandilocuente Verdad, como el asidero incuestionable de lo que es y lo
que no, de lo que parece y de lo que es. Si tenemos una duda sólo tenemos que
buscar algún científico que nos aclare las respuestas. Todos hemos visto
publicidad con el eslogan “científicamente probado”.
No quiero con esto desmerecer el trabajo científico, pero sí
quisiera centrarme en las sustituciones colectivas que se llevan a cabo en el
trono de la Verdad.
Si dios ya no está como suelo de todo, como mecánico del
universo, entonces ….. , entonces diríamos que a falta de pan, buenas son
tortas. Nuestra tan querida cultura occidental busca placebos desesperadamente
en agentes materiales, en dioses palpables que conformen nuestras ansias de escapar
del vacío. Al margen de nuestra inquietud capitalista, mis comentarios no van
dirigidos en este caso a la enfermedad de llevar siempre algo nuevo en las
manos.
Pongamos un ejemplo cotidiano de esos dioses palpables. Ponemos
la radio a la hora de esas tertulias políticas para informarnos. Además del (la,
los, las) periodista(s) que hacen de guía escuchamos a una serie de opinadores
(con mayor o menor gracia divina) capaces de establecer los caminos correctos o
incorrectos, no sólo del opinar sino del pensar. ¿Y por qué les otorgamos
credibilidad? Porque son fulanito o menganito (perdónenme las menganitas) con
el título de especialista político, analista reputado que nos ofrece un
comentario contrastadísimo, fundamentadísimo, porque tienen la información en
las manos; son expertos. Claro está que no son todos los casos, también los hay
capaces de dudar, de no ser tajantes en sus opiniones, de no ser
fundamentalistas del banco sobre el que están sentados.
Casualmente me encontré un documental en la 2 donde se
describe que en Estados Unidos el fenómeno de los expertos prolifera como las
plagas. De hecho existen formadores de expertos que se divierten explicando las
formas adecuadas para una buena exhortación en televisión, creíble, verosímil.
Muchos quieren ser gurús televisivos, asesores de su materia, sea cual sea su
iluminación, porque es una buena forma de ser famoso, conocido, que no
conocedor, y al mismo tiempo atender a una demanda social de faros-guía. Aquí no
andamos muy lejos. En definitiva se trata de habilitar un espacio social
creciente para la charlatanería, para distintas formas de telepredicadores.
Y nos podemos preguntar ¿qué hay de malo? Evidentemente nada
si gustamos del abandono en manos de los quiromantes y esoterismos varios.
Ahora bien si somos algo más serios podríamos acudir a la ciencia. ¿Y cómo
tener certidumbre del camino andado por otros? Mi pregunta es ¿qué es lo que
pensamos nosotros mismos? Porque será cuestión de edad, pero cada día me
ruboriza más dar opiniones.